Poemas de Françoise Roy
El signo de los Peces
Es consabido: los peces nadan al revés, pero unidos por el cinturón de Orión, su bisagra de escamas que el agua dibuja. Nadan en la lluvia de tu pleura, uno al sur otro al norte, uno arriba otro abajo, uno hacia las nubes otro hacia la bruma, izquierda derecha. Corres para reconciliarlos, hacer el elogio de la unisonancia, decir “mira el punto medio, el rumbo, el ojo focal”.
Respiras con ese sonido de mar. Oyes un tintinear de copas. En cada ojo te florece un ciclamen. Les encuentras a los peces un parecido con los pájaros (en las dorsales, en su abrigo de mercurio cuando nadan alto entre los cumulonimbus). El retorcerse grácil de la luz es una mimetización que adquieren en sus respectivos elementos.
Ah, las lágrimas son pequeñas flores del gran mar.
Le signe des Poissons
C’est bien connu : les poissons du zodiaque nagent à l’envers, mais attachés par la ceinture d’Orion, leur charnière d’écailles que l’eau dégaine. Ils nagent dans la pluie de ta plèvre, un vers le Sud, l’autre vers le Nord, un vers le haut, l’autre vers le bas, un vers les nuages, l’autre vers la brume, gauche à droite. Tu cours les réconcilier, faire l’éloge de l’unisonnance, dire “regarde le point médian, la direction, l’oeil focal.”
Tu respires en absorbant le son de cette mer. Tu entends le tintement des coupes de cristal. Dans chaque oeil te fleurit un cyclamen. Tu trouves aux poissons une ressemblance avec les oiseaux (dans leurs nageoires dorsales, dans leur manteau de mercure lorsqu’ils nagent très haut parmi les cumulo-nimbus). La lumière gracile en se tortillant en est un mime lorsqu’ils se trouvent dans leurs éléments respectifs.
Ah, les larmes sont de petites fleurs de la grande mer.
Françoise Roy
Las cirujanas
Luz que hieres, bisturí del más hondo hueco
(Bernardo Ortiz de Montellano)
¡Qué expertas salieron en el manejo del bisturí, ustedes que nunca fueron a la Escuela de Medicina! Como si hubieran nacido con un bisturí en la mano y de una eternidad coagulada en su centro, conocieran los intríngulis del porte de armas. Como si la hoja de filo mortal fuera excrescencia natural de la falange y hubieran dedicado años de su vida a la anatomía de los cadáveres (flores marchitas que la morgue recoge). Yo, que me dedicaba a la observación de aves, a la astronomía para aficionados, a la fría hermosura de los endecasílabos, no vi ese primo sofisticado del cuchillo y la navaja que tenían oculto en el puño cerrado.
Vi brillar algo en su mano alzada, sí: estalló en un fulgor súbito (el sol lamió el metal en un ángulo perfecto y engendró una estrella diminuta cuyo resplandor duró lo que una efímera). Pero no di el paso atrás que me hubiera salvado. Ni la observación de los petirrojos, de los anillos de Saturno, de la Vía Láctea o Alpha Centauri, ni los paraísos imaginarios que tienden —vaya lienzo—los alejandrinos, me habían preparado para el duelo.
Mientras de mi cuello chorreaba la sangre, mientras el nombre “arteria carótida” pulsaba en mi cerebro como un recuerdo feliz, desfilaron varios pensamientos, presurosos por la inminencia de mi muerte: ¡Qué habilidad la suya para saber la arteria exacta que habían de cortar! ¡Qué sangría tan magistralmente aplicada! ¡No vacilaron dando golpes alocados en órganos no vitales, infligiendo cortadas fáciles de suturar! Si un cirujano se lo hubiera pedido, hubieran sido capaces de delinear con suma exactitud la cartografía del corazón, el preciso recorrido de la sangre en su arborescencia interna desde el ventrículo izquierdo hasta el derecho.
Uno siempre comete el error de subestimar a sus enemigos: ahora las tenía delante de mí, blandiendo en su mano (que antes creía torpe) un bisturí de corte perfecto; dos asesinas entrenadas para extirpar de un solo tajo la hipófisis, la glándula pineal o el quiasma óptico.
La vida tiene una belleza irónica que los observadores de pájaros y estrellas sólo intuyen: en vez de cárcel por homicidio premeditado, a cada una les dieron una cátedra sobre el crecimiento interior y un puesto de cirujanas en un hospital de ricos.
*
En aguasal maduró la quemadura. Recorrió todos los alambiques posibles, para acabar aquí, en la más íntima probeta de mi mente. Ha llegado la hora de despojarse de los agravios del mal amor, del susto de amarte en silencio.
El grupo de hadas, rozagantes, con un gato blanco de mascota, saben cuando el líquido, cuya composición es parecida a la de las lágrimas, está listo para la operación de olvido. Juntas asemejan el movimiento de los juncos en la brisa; mueven la caldera con sus cucharones, a la expectativa, y arrojan algo de sus polvos dentro del caldero. Soy terrestre. Salvo por mis sueños, no entiendo de magia.
Me despertaré sin recordar tu nombre. El haz del encuentro se habrá apagado.
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